La última batalla
Ya no quedaba nada. Nadie más por morir, tan solo los dos gobernantes. Sin ningún súbdito en pie que pudiese cumplir sus nefastas órdenes, ambos líderes no podían sino mirarse frente a frente. Ya no quedaba nada por aniquilar.
Primero fueron los soldados: hombres aguerridos y hechos para la batalla. Pronto este valioso recurso se agotó, y hubo que echar mano de la población civil. Varones mayores de edad fueron llamados a filas. Tras ellos, mujeres. Y finalmente, ancianos y niños. Todos ellos obedecieron con fe ciega, alimentados por el odio hacia el pueblo vecino que les habían inculcado desde que fueron dados a luz.
Una vez no quedó nadie, los dos líderes se vieron obligados a salir de sus madrigueras, inservibles sin nadie a quien dirigir. Fueron al encuentro el uno con el otro, y permanecieron de pie, mirándose con una extraña expresión de incredulidad.
- "La guerra ha terminado".
- "Estoy de acuerdo. He de reconocer que has sido un duro rival".
- "Te lo agradezco, tú tampoco lo hiciste nada mal".
- "Y toda esta pobre gente muerta. Pobres diablos...".
- "Es cierto, pero hay que aceptarlo; la vida es así".
- "Estoy completamente de acuerdo".
...
- "¿Y qué harás ahora?".
- "Me dedicaré a reconstruir lo que aún se pueda salvar, e intentaré repoblar ambas ciudades con gente que no tenga otro lugar a donde ir".
- "¿Qué quieres decir? ¡Seré yo el que repoble las ciudades con nuevos habitantes! ¡Para algo he ganado yo la guerra!".
- "¿¡Tú ganado!? ¡No me hagas reir! ¿¡Y dónde está tu ejercito!?"
- "¡Aquí tienes mi ejercito!" Y el mandatario arrojó una piedra sobre su adversario.
- "¡Maldito seas!" respondió el otro a la vez que arrojaba otra piedra.
Y fue esa lluvia de piedras la que decidió el resultado final de la guerra.